El presente documento fue escrito por el Cr. Alexei Yaquimenko, director de Estudio SVET (miembro uruguayo de Front Consulting International FCI).
Siempre hay historias de perseverancia en el crecimiento de una marca, pero muchas veces existen ejemplos donde otros no ven tu potencial de ser emprendedor o sencillamente generas una disonancia entre lo que piensa la compañía a la que querés acceder y tu visión de futuro.
Un ejemplo claro es el de Jan Koum que llegó desde Kiev, Ucrania a EE.UU en 1992 con 16 años junto con su madre sin saber inglés y sin dinero. Con una asistencia social por parte del estado, su madre trabajando como niñera y él ganaba dinero haciendo limpieza de pisos en una tienda, comenzó su camino por tierras extranjeras. Fue a la edad de los 18 que comenzó a indagar por el mundo de la computación a partir de manuales de segunda mano que, como consecuencia, le permitió ingresar al grupo de hackers “w00w00” donde conoció grandes personalidades.
Ellos, fueron quienes lo influenciaron no solo en el mundo de la informática sino a estudiar en la Universidad del Estado de San José, logrando un empleo en Yahoo!. Luego de hacer un recorrido por Latinoamérica, se presentó a las oficinas de Facebook para buscar trabajo y la respuesta fue negativa, es por ello que un día junto a Brian Acton, Koum cofundó y creó la empresa de mensajería más importante de la actualidad que hoy posee más de 1000 millones de usuarios, WhatsApp.
Si bien la compañía de Mark Zuckerberg no lo valoró cuando se ofreció para trabajar en la compañía, sí lo valoró cuando tuvo que desembolsar 22.000 millones de dólares por la compra de la plataforma de mensajería.
Ahora bien, estamos hablando de “valorar” a las personas y qué significado tiene valorar a un colaborador, un socio, un potencial colaborador, un proveedor o un cliente. El valorar implica el reconocimiento a una persona u objeto. Muchas veces se confunde entre el valor de un producto y el precio del mismo. Pongamos de ejemplo una botella de agua que su precio es de 1 dólar, sin embargo, en el desierto, casi muerto de sed, podríamos decir que el valor de esa botella es mucho mayor que un simple dólar.
Con los emprendedores pasa algo similar, muchas veces no se valora el producto, el servicio o mismo la oportunidad, sencillamente porque el mercado donde está inmerso no ve la necesidad o no está dispuesto a pagar por ello.
Mostremos un enfoque diferente del valor, en el día a día estamos acostumbrados a premiar el esfuerzo, por ejemplo en una competencia de niños, es común darle medallas o premios al que salió primero y hasta el que salió último. Esto se hace como forma de ayudarlo a tolerar las frustraciones y que se sienta ganador cuando en realidad, realmente se ha esforzado pero no ha ganado. Sin embargo la historia se ha escrito con las personas que han sido resilientes. Muchas veces cuando la vida te dice que no, es porque te espera algo mejor.
Emprender es una carrera donde no hay premio consuelo, donde el mercado manda, donde pudiste haber hecho todo bien, seguir todo lo que te decía el manual del emprendedor ideal y así y todo, te va mal.
El que tu entorno o el mercado te valore puede ser por varios factores y por ende quiero hacer hincapié en varios aspectos. Evaluar si tu producto es para todas las personas y para todos los extractos socioeconómicos, visualizar si tu producto es para ese mercado, si el mercado es amplio como para que la cantidad de ventas sean mayores que los costos asociados, analizar si la locación es la adecuada para que una persona con su mínimo esfuerzo pueda consumir de tu organización, o sencillamente vislumbrar que los potenciales clientes que le pueden dar el verdadero valor a tu producto, son algunos de los aspectos más relevantes para mantener el valor de lo que tu empresa ofrece.
Entonces si sentís que tu marca, tu producto o tu empresa no está siendo valorada, fijate en todos esos aspectos, porque capaz estás siendo valuado por las personas equivocadas.
Este cuento de Jorge Bucay está hecho para mejorar el autoestima de las personas, poniendo el foco en las personas que realmente nos brinda el valor que tenemos, pero bien replicable es con las empresas, que si bien la función es de satisfacer las necesidades, muchas veces no son valoradas en una región o la locación hace que no sea el lugar indicado o el tiempo en el cual fueron creadas.
Érase una vez un joven que acudió a un sabio en busca de ayuda.
-Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo ganas de hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?
El maestro, sin mirarlo, le dijo: «Cuánto lo siento, muchacho. No puedo ayudarte, ya que debo resolver primero mi propio problema. Quizá después…». Y, haciendo una pausa, agregó: «Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar».
-E… encantado, maestro -titubeó el joven, sintiendo que de nuevo era desvalorizado y sus necesidades postergadas.
-Bien -continuó el maestro. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda y, dándoselo al muchacho, añadió-: Toma el caballo que está ahí fuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, y no aceptes menos de una moneda de oro. Vete y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó al mercado, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes, que lo miraban con algo de interés hasta que el joven decía lo que pedía por él.
Cuando el muchacho mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le giraban la cara y tan sólo un anciano fue lo bastante amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era demasiado valiosa como para entregarla a cambio de un anillo. Con afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un recipiente de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro y rechazó la oferta.
Después de ofrecer la joya a todas las personas que se cruzaron con él en el mercado, que fueron más de cien, y abatido por su fracaso, montó en su caballo y regresó.
Cuánto hubiera deseado el joven tener una moneda de oro para entregársela al maestro y liberarlo de su preocupación, para poder recibir al fin su consejo y ayuda.
Entró en la habitación.
– Maestro -dijo-, lo siento. No es posible conseguir lo que me pides. Quizás hubiera podido conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.
– Eso que has dicho es muy importante, joven amigo -contestó sonriente el maestro-. Debemos conocer primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar tu caballo y ve a ver al joyero. ¿Quién mejor que él puede saberlo? Dile que desearías vender el anillo y pregúntale cuánto te da por él. Pero no importa lo que te ofrezca: no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar.
El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo al chico:
– Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya mismo, no puedo darle más de cincuenta y ocho monedas de oro por su anillo.
– ¿Cincuenta y ocho monedas? -exclamó el joven.
– Sí -replicó el joyero-. Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de setenta monedas, pero si la venta es urgente…
El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
– Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como ese anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte un verdadero experto. ¿Por qué vas por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?
Y, diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo meñique de su mano izquierda.
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